México, DF, julio de 2013
Por Jorge Castañares
A un costado de los farallones de la majestuosa cadena montañosa del Tepozteco, en medio de un verde esmeralda durante la temporada de lluvia y del grisáceo de la seca, muchos capitalinos hemos construido un refugio para disfrutar de un relativo aislamiento, que nos permite leer, escribir, escuchar música o realizar alguna otra actividad, de acuerdo al soberano interés de cada uno.
Desde la década de los ochenta, con mis primeros ahorros y junto con mis compadres, como copropietarios, adquirimos un terreno en medio de una milpa de maíz, donde meses después construimos dos casas con los materiales típicos de la región (adobe, piedra volcánica y tejas de barro), ambas rodeadas de una extensa área de pasto verde (salvo durante la seca cuando se vuelve grisáceo). Las multicolores buganvilias se dejaron para que treparan libremente sobre los muros de las bardas de piedra volcánica, que limitan la propiedad.
Nuestro terreno tiene colindancia con otro, de mayor extensión, que años antes había adquirido el Dr. José Laguna García, maestro de muchas generaciones de médicos mexicanos, alto funcionario público e impulsor de muchos programas de salud pública en el país. Por coincidencias de la vida, el terreno había sido propiedad del hijo de una familia, que por vía materna estaba emparentada con la mía.
A pesar de que lo conocí cuando era un destacado funcionario público, lleno de compromisos profesionales, académicos y los propios de la vida privada, siempre hubo un poco de tiempo para una breve comunicación entre ambos. Sin embargo, después de un lamentable accidente vascular, que lo dejo discapacitado para el habla y lo obligó a reducir drásticamente sus actividades, hubo más oportunidad de tratarlo con mayor cercanía.
En muchas ocasiones lo frecuentaba a la hora de la comida bajo el cobijo de uno de los flancos de la majestuosa montaña y la sombra de una variada arboleda, que con los años había ocupado su amplio jardín.
Durante el agradable convivio, a través de señas, sonidos entrecortados e interpretaciones de los presentes, se establecía una comunicación sobre lo que pasaba en nuestro país y en el mundo. Siempre estaba informado a través de la prensa, de su lectura de libros o de otras publicaciones de los temas de actualidad.
A Tepoztlán me he aficionado con el correr de los años, mis compadres se separaron y dejaron de venir, salvo ocasiones especiales, por lo que me hice cada vez responsable del mantenimiento de la propiedad. Esta afición me hizo identificar con más claridad el gozo que me produce pasar la noche en medio de una tormenta de abundante lluvia y rayos deslumbrantes, así como despertar por las mañanas con la casa envuelta en una espesa neblina, que gradualmente deja paso a la suave luz del amanecer.
Al momento de que la luz penetra a través de la cortina de carrizos de mi recámara, me siento compelido a saltar de la cama, tomar mis tenis y salir a trotar por el sinuoso camino que enlaza a Ixcatepc con Amatlán, rodeado de verdes montañas. El aire fresco de la mañana te revitaliza y la vida se ofrece lejana de las preocupaciones diarias.
Al caer de la tarde, en el tenue y rápido crepúsculo tepozteca, Don Zeferino Hernández, el jardinero que compartíamos con el Dr. Laguna se hacía ´presente para platicarnos sobre la flora, la fauna y las costumbres de los habitantes de este bello paraje morelense. Así conocí, el árbol de las flores blancas (cazahuate), el de la flor de mayo (cacaloxuchitl), del copal (cuyo aroma llena las iglesias durante las misas), el pochote (cuya madera se utiliza para construir artesanías), el portentoso amate (su corteza sirve para ilustraciones multicolores) y muchos otros.
Al paso del tiempo, nos hemos acostumbrado a alguna de sus tradiciones como despertarse por las mañanas con un incesante repique de campanas, la retumbante explosión de cohetes y las bandas de música, que festejan al santo local u a otra deidad mayor. En compenso los lugareños te convidan al mediodía a una abundante comida donde todo mundo que se acerca tiene un sitio en la extensa mesa vestida con los atractivos manjares locales: el mole, el arroz, los tamales y las tortillas hechas a mano. Por supuesto, que no puede faltar la cerveza o el aguardiente, que se ofrece a quien quiera tomarse un trago.
Al morir el Dr. Laguna hace poco tiempo, sus hijos se dispersaron a otros rumbos y aunque la propiedad no está totalmente abandonada gracias al cuidado de una de sus hijas, su presencia convocante de familiares, amigos y vecinos, ya no existe más para nosotros.
Desde mi ventana, miró hacia las frondosas copas de los árboles de su amado jardín, donde una esbelta araucaria me saluda todas las mañanas, y que con perseverancia y conocimiento Don Zeferino sembró y cuidó, hasta que él también nos dejó. En ese instante, me acuerdo de sus rostros, sus gestos amables y su generoso pasar por esta vida. Están vivos en el recuerdo, aunque ausentes ya físicamente de nuestro entorno inmediato. ¿Quién escribirá de nosotros? ¿Todos así hemos de irnos como las flores que perecieron? dice un viejo verso de nuestros antepasados mexicas.
miércoles, 7 de agosto de 2013
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