miércoles, 14 de abril de 2010

Recuerdo de los 50

Villahermosa, 1950

La embarcación se deslizaba lentamente hacia su destino final. Desde la barandilla, que rodeaba en su totalidad el primer piso del buque, los pasajeros inclinados sobre la misma podían contemplar a la vieja ciudad portuaria que, apenas se despertaba con las primeras luces del nuevo día. Una vegetación de sauces, tules y otros arbustos, crecía en las laderas de ambas orillas, fruto quizás de las semillas depositadas por los aluviones que llevaba la corriente. La ciudad de entonces se concentraba a lo largo de la orilla oeste cubriendo la planicie y las pequeñas elevaciones conocidas como “lomas” por los residentes locales. Las construcciones con fachadas hacia el río eran en su mayoría poco elevadas, no más de dos plantas, pintadas con colores discretos, de azoteas y techos de dos aguas cubiertas de tejas de barro, las más de las llamadas “criollas” y las menos de las conocidas como “francesas”, con balcones de hierro, puertas y ventanas de postigos, fabricadas con las cobas y cedros que estas tierras dieron al mundo. En primer plano, se distinguían el muelle de madera y el modesto malecón; luego una pequeña plazoleta sombreada por frondrosos almendros en cuyo centro se encontraba una estatua dedicada a la Madre, rodeada de edificios de almacenes como la famosa Casa Pizá; de hoteles que habían perdido su lustre de antaño como el Gran Hotel Palacio, ahora frecuentado por viajeros poco exigentes; de varios abarrotes que en un aparente desorden ofrecían una amplia gama de productos; de fondas que preparaban comida local y sencilla para deleite del paladar de propios y visitantes; y de cantinas de fama como “La Guadalupana” con abundante concurrencia sobre todo a partir del mediodía. Más allá de techos y azoteas de las construcciones próximas al muelle se distinguían el reloj empotrado sobre la torreta que coronaba la cúpula del Palacio de Gobierno y el campanario neogótico de la iglesia de “La Conchita”. El verde de la copa de algunos de los árboles que rodeaban a la Plaza de Armas sobresalía entre los sólidos muros de las construcciones. En la vecindad del muelle, a la espera de los viajeros, todavía se encontraban las viejas carretas de mano que, impulsadas por los famosos “alijadores” ofrecían sus servicios para cualquier parte del viejo casco de la ciudad.

1 comentario: